Abrazarlo, mecerlo, cargarlo o hacerlo girar son sencillos actos que en la psique de los más pequeños se traducen en seguridad, emoción y bienestar.
Nuestro cuerpo simboliza la seguridad para el peque. El cuerpo materno ha sido uno con el bebé, su primer hogar. El paterno se convierte desde el nacimiento en otro refugio con grandes posibilidades de diversión. Nuestro cuerpo ha de estar disponible, porque la experiencia del contacto es irremplazable.
Podemos abrazar a nuestro tesoro, envolverlo, presionarlo (les encanta sentir la presión en todo el cuerpo), liberarlo, elevarlo, girar... Sencillos actos que en la psique de los más pequeños se traducen en seguridad, emoción o bienestar, justo las experiencias que necesita para trazar en su cerebro la confianza y una saludable relación consigo mismo. Y para poner en marcha los circuitos relacionados con el aprendizaje.
Tomemos conciencia de cómo estamos utilizando nuestro cuerpo. Y utilicemos sus posibilidades a propósito. Algunas ideas son:
Los juegos en los que, por sorpresa, el niño parece que cae al vacío pero es rescatado antes de hacerse daño provocan las carcajadas de los más pequeños. Los bebés más pequeños viven una sensación parecida cuando los subimos y bajamos tomados por las axilas (sin soltarlos, en este caso), o ante movimientos de cierta brusquedad, por ejemplo el mismo trote sobre nuestras rodillas. De adultos buscamos sucedáneos de esta sensación en atracciones como la montaña rusa o las de caída libre.
El balanceo es clave en el desarrollo del bebé, y nuestro cuerpo es el primero en proporcionarle esa experiencia. "Cuando abrazamos y acunamos a un bebé toda una parte de su cerebro se activa, formando conexiones neuronales instantáneas", afirma el pedagogo y músico Don Campbel en su libro "El efecto Mozart". Es un movimiento simple, casi instintivo, que relaja y procura bienestar al bebé, favorece su equilibrio y memoria. Como esas camas que "crecen" con el niño y se adaptan a su tamaño, podemos adaptar los juegos de balanceo a la edad de nuestro hijo. Cuando su edad y tamaño haga imposible tomarlo en brazos, podemos seguir balanceándonos juntos en una mecedora o un columpio del parque (después de los cuatro años).
Nuestro hijo es juguetón y le encanta poner en juego su cuerpo contra el nuestro. Puede ser suavemente, pero también con brusquedad. Pocas cosas deleitan más a los niños mayores de los dos o tres años que los juegos en los que exploran su fuerza, cuerpo contra cuerpo, habitualmente potenciados por los padres. Se necesitan dos contrincantes y una superficie blanda y grande (la cama de los padres es la favorita). Será un buen lugar para chocar, luchar, volar, caer sin miedo, explorar las posibilidades del cuerpo.
La complejidad del día a día requiere ritualizar un lugar de descanso en el que poder refugiarse o volcar las frustraciones. Con el tiempo (sobre los cinco o seis años) los niños hacen casas, cabañas y cuevas. El psicoanálisis defiende que simbolizan de alguna forma el cuerpo de la madre. Mientras crean estos símbolos, qué mejor que ofrecer el propio cuerpo como lugar de refugio: por ejemplo, leer un libro, o sin plan alternativo más que el de estar juntos y hacer lo que nos vaya apeteciendo: hablar, callar, cantar.